Teniendo ya mis tareas programadas para el día, las dejé de lado y salí a caminar. Sin un rumbo fijo que seguir. Pero es que esa es la forma de caminar que más disfruto, agarro una calle y la sigo, sin saber dónde voy a llegar, el único fin es el de disfrutar el camino. Y así fue, salí del trabajo, agobiado, el día me cansó más de la cuenta, no por el trabajo. El trabajo es siempre el mismo, nada fuera de lo común pasó hoy para hacerme pasar tan mal día. Uno de esos días que no importa cuantas cosas buenas puedan pasarte, el día seguirá siendo malo. Por eso decidí hacer un quiebre en mi rutina y salir a caminar. La noche ayudó mucho también, una hermosa temperatura, lo único que cambiaría es el cielo, siempre veo vacío de estrellas el cielo de Buenos Aires. Pero es aquí donde estoy, y es el único cielo que puedo ver, buscando alguna estrella en algún rincón, y recordando los cielos estrellados que mis ojos alguna vez tuvieron el gusto de ver.
Mientras caminaba en el particular ambiente de la Av. San Martín a las nueve de la noche, entré a un bar, casi sin querer me atrevería a decir. Ninguna parte de mi ser pensó tomar esa decisión. Pero entré y aquí estoy. Sentado solo en una mesa para dos, comiendo unas papas fritas que no pedí y tomando una cerveza que está lejos de tener la temperatura que a mí me gustaría. Me siento aturdido por el ruido del bar. El sonar incesante de los teléfonos, el hablar interminable de los parroquianos, los ruidos de la cocina, alguna carcajada que rompe la monotonía del murmullo. Pienso que quizás sería mejor que me vaya y que deje la cerveza a medio tomar. ¿Pero a dónde podría irme? No conozco en esta enorme ciudad un lugar donde lo único que me aturda sea el silencio. De a momentos me tienta la idea de sentarme en una plaza, pero sé que el ruido de los autos y de los colectivos será tan aturdidor como este. Pero me quedo acá y así me encuentro, pensativo alrededor de un montón de hojas, que en principio eran un cuento que quería leer. Intenté leerlo ni bien me senté en la silla donde ahora me encuentro, pero la volatilidad de mis pensamientos no me dejó concentrarme en la lectura. Me vi obligado a dar vuelta las hojas y escribir lo que siento en este momento, con una birome prestada, ya que a pesar de trabajar en una librería, y pasar seis horas diarias en pleno contacto con ellas, jamás pude adquirir el hábito de dejar algunas en mi mochila. Pero debo confesar que el origen de mi birome es lo que menos me importa, ni siquiera su trazo irregular que me obliga cada tanto a hacer círculos irregulares en una hoja designada para tal fin. Tampoco la elevada temperatura de mi cerveza me preocupa en este momento. En principio pensaba que fue ella quien me arrastró hasta este bar, pero cuanto más lo pienso, más me lo niego. Sospecho que lo único que me mantiene aquí sentado es la vaga esperanza de que entres por la puerta que está a mi izquierda, silenciando por un momento todos los ruidos, cambiando la monotonía del lugar, y te abras paso entre las cabelleras blancas que pueblan las mesas. Y que te acerques a la mía, des media vuelta sobre ella, acariciándome tibiamente con tu mano izquierda mis hombros. Mis ojos te miran sorprendidos, y mi sonrisa se apodera de mi rostro. Te sientas en la silla que tengo enfrente y con una pequeña sonrisa encandilas a las luces frías y amarillentas del bar. De repente todos los ruidos se han callado, y mis oídos sólo escuchan las dulces melodías que salen de tu boca. Pienso que quizás mis ganas de salir con vos eran tan grandes que terminé saliendo solo y compartiendo mesa solo con mi imaginación. Es que tanto lo pienso que a veces sospecho que es realidad, y que estás enfrente mío, que estamos charlando, y divirtiéndonos cual chicos de la primaria en el recreo. Soñamos y volamos juntos, recorriendo el país con nuestros pensamientos, que se entremezclan con la realidad y ni vos ni yo sabemos si realmente estamos tomando una cerveza sobre la Av. San Martín, o si estamos en el segundo piso de la torre Eiffel. Me dejás darme el gusto de acariciar tu mano con la mía, y experimentar una sensación única. La suavidad de tu mano es lo único que ocupa mi atención en este momento.
Pero después, luego de un parpadeo, veo tu silla vacía y me doy cuenta de lo equivocado que estuve, de que jamás salí de este bar, y lo que es aún peor, que vos nunca entraste. Que estás lejos de aquí, ocupada en otras cosas. Pero es que mantengo la ilusión, de que entre tus actividades diarias, te detengas un instante y que te imagines el momento en que tus ojos y los míos se enfrenten, que sean capaz de ver los tuyos en los míos, y los míos en los tuyos, la inmensidad del universo, la belleza de una rosa, y la armonía del silencio.
Mientras caminaba en el particular ambiente de la Av. San Martín a las nueve de la noche, entré a un bar, casi sin querer me atrevería a decir. Ninguna parte de mi ser pensó tomar esa decisión. Pero entré y aquí estoy. Sentado solo en una mesa para dos, comiendo unas papas fritas que no pedí y tomando una cerveza que está lejos de tener la temperatura que a mí me gustaría. Me siento aturdido por el ruido del bar. El sonar incesante de los teléfonos, el hablar interminable de los parroquianos, los ruidos de la cocina, alguna carcajada que rompe la monotonía del murmullo. Pienso que quizás sería mejor que me vaya y que deje la cerveza a medio tomar. ¿Pero a dónde podría irme? No conozco en esta enorme ciudad un lugar donde lo único que me aturda sea el silencio. De a momentos me tienta la idea de sentarme en una plaza, pero sé que el ruido de los autos y de los colectivos será tan aturdidor como este. Pero me quedo acá y así me encuentro, pensativo alrededor de un montón de hojas, que en principio eran un cuento que quería leer. Intenté leerlo ni bien me senté en la silla donde ahora me encuentro, pero la volatilidad de mis pensamientos no me dejó concentrarme en la lectura. Me vi obligado a dar vuelta las hojas y escribir lo que siento en este momento, con una birome prestada, ya que a pesar de trabajar en una librería, y pasar seis horas diarias en pleno contacto con ellas, jamás pude adquirir el hábito de dejar algunas en mi mochila. Pero debo confesar que el origen de mi birome es lo que menos me importa, ni siquiera su trazo irregular que me obliga cada tanto a hacer círculos irregulares en una hoja designada para tal fin. Tampoco la elevada temperatura de mi cerveza me preocupa en este momento. En principio pensaba que fue ella quien me arrastró hasta este bar, pero cuanto más lo pienso, más me lo niego. Sospecho que lo único que me mantiene aquí sentado es la vaga esperanza de que entres por la puerta que está a mi izquierda, silenciando por un momento todos los ruidos, cambiando la monotonía del lugar, y te abras paso entre las cabelleras blancas que pueblan las mesas. Y que te acerques a la mía, des media vuelta sobre ella, acariciándome tibiamente con tu mano izquierda mis hombros. Mis ojos te miran sorprendidos, y mi sonrisa se apodera de mi rostro. Te sientas en la silla que tengo enfrente y con una pequeña sonrisa encandilas a las luces frías y amarillentas del bar. De repente todos los ruidos se han callado, y mis oídos sólo escuchan las dulces melodías que salen de tu boca. Pienso que quizás mis ganas de salir con vos eran tan grandes que terminé saliendo solo y compartiendo mesa solo con mi imaginación. Es que tanto lo pienso que a veces sospecho que es realidad, y que estás enfrente mío, que estamos charlando, y divirtiéndonos cual chicos de la primaria en el recreo. Soñamos y volamos juntos, recorriendo el país con nuestros pensamientos, que se entremezclan con la realidad y ni vos ni yo sabemos si realmente estamos tomando una cerveza sobre la Av. San Martín, o si estamos en el segundo piso de la torre Eiffel. Me dejás darme el gusto de acariciar tu mano con la mía, y experimentar una sensación única. La suavidad de tu mano es lo único que ocupa mi atención en este momento.
Pero después, luego de un parpadeo, veo tu silla vacía y me doy cuenta de lo equivocado que estuve, de que jamás salí de este bar, y lo que es aún peor, que vos nunca entraste. Que estás lejos de aquí, ocupada en otras cosas. Pero es que mantengo la ilusión, de que entre tus actividades diarias, te detengas un instante y que te imagines el momento en que tus ojos y los míos se enfrenten, que sean capaz de ver los tuyos en los míos, y los míos en los tuyos, la inmensidad del universo, la belleza de una rosa, y la armonía del silencio.
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