jueves, 20 de agosto de 2009

Siete eran las bestias

El momento había llegado, de una vez por todas me encontraba frente a aquellos monstruos que tantas veces soñé enfrentar. De forma repentina aparecieron en mi camino. Eran siete en total, se mostraban imponentes, temerosos, ostentaban sus mejores y más poderosas armas sin ningún pudor. Tuve miedo, pero sabía que ya era tarde para volver atrás, había hecho un gran esfuerzo para ese momento. La preparación no había sido poca, pero jamás suficiente, frente a semejantes fieras ninguna destreza aseguraba nada.

Parados en fila estaban esperándome, inexpresivos frente a mi avance. Mi mano derecha desenvainó la espada ni bien los ví, la izquierda sostenía el escudo que comenzaba a cubrir mi cuerpo. Me detuve a cierta distancia, los miré a los ojos. Se los notaba confiados, sabido era que tenían todas las de ganar. Juraron lealtad: sólo atacarían de a uno, y me dejarían abandonar cada batalla cuando yo desee.

Cerré mis ojos, tomé una bocanada de aire, e inmediatamente comencé a caminar con paso acelerado hacia uno de ellos. Quise empezar con alguno débil. Ni bien supo que era él con quién yo quería pelear, abandonó su posición y me enfrentó. Yo aún estaba tenso, la conmoción limitaba mis movimientos. Había elegido bien, casi sin dificultades pude derrotarlo. En su apresurado paso olvidó cubrir su costado derecho, y ahí penetró mi espada. Quedó tendido en el piso, y ví como se enfurecieron sus compañeros. Lejos de esto aumentar mi miedo, sus miradas me llenaron de valor. Ya estaba en la lucha, ya era tarde para cualquier otra cosa, era la victoria o la muerte. Di media vuelta y quedé en frente a ellos, señalé con mi espada ensangrentada al siguiente. Eran hermanos, pertenecían al mismo grupo. Era quizás el que menos me asustó en un comienzo, quizá su físico al no ser tan ostentoso como el de sus compañeros no generaba tanto miedo. Confiado lo enfrenté, pero me derrotó inmediatamente, su destreza, la rapidez de sus movimientos, su extrema precisión fueron demasiado para mí. Quedé herido, debo confesarles que me sentí humillado. Un río de sangre corría por mi brazo izquierdo, y mi pierna derecha casi no podía sostenerme.

Era el momento de tomar una decisión, o abandonaba y me dejaba matar por él, o sacaba fuerzas y enfrentaba a los otros. Elegí la segunda, convencido corrí inmediatamente hacia la próxima bestia, en mi arduo entrenamiento había luchado contra éste tipo de seres. En un movimiento certero penetré con mi espada sobre su pecho. Murió en el acto, ni siquiera pudo darme batalla, pero sabía que no había tiempo para distracciones. Señalando el cuerpo de la bestia que estaba tirado en el piso, llamé al próximo. Confiaba en que mi anterior victoria intimidaría a mi enemigo, y así fue. Se acercó dubitativo, todavía preguntándose cómo yo había podido generar tanto desastre en las batallas anteriores. Me aproveché de su miedo, y sin dejar pasar más tiempo, empecé yo también a acercarme a él. Mis pasos eran seguros, con fuerza agarré la lanza que llevaba en mi espalda, le apunté sin dejar de caminar y con un tiro preciso me olvidé de él. Mi espíritu estaba alborotado, ya no recordaba las secuelas de las batallas anteriores, y estaba dispuesto a arrasar en las próximas batallas.

Señalé al quinto para que se acerque a pelear. Ni bien dio el primer paso supe de sus capacidades. Tenía armas que jamás había visto, no sabía como atacarlo, y lo que es aún peor es que tampoco sabía como defenderme. Y así fueron las cosas, en tres movimientos estuvo a punto de darme la muerte. Pude salvarme, abandoné esa batalla, mis energías estaban disminuidas, y cada vez sería más difícil luchar contra semejante bestia, sobre todo si se tenía en cuenta que él no había mostrado ninguna señal de cansancio. El sexto parecía accesible, a pesar de mi estado calamitoso estaba confiado en las pocas capacidades de mi enemigo, luché, creí haberle ganado, pero fue el quién me apabulló. Tenía un arma oculta, imposible de ver, pero dolorosa, que me atravesó de punta a punta. En ese momento ya no daba para más, sólo quería dejar todo e irme, huir, abandonar, pero algo en mi interior me obligó a que me quede. Arrastrando mi espada por el suelo, me acerqué hacía la última de las bestias. Mis piernas temblaban como jamás las había sentido temblar, mi corazón se aceleraba, la vista se me nubló, ya no sabía a dónde iba. Las heridas de mi cuerpo cada vez sangraban más, se hizo insoportable, no estaba en condiciones de seguir caminando. Casi sin pensarlo arrojé la espada con esas fuerzas que ni uno sabe de dónde salen, el disparo salió bien dirigido, y penetró el corazón de la última bestia. Murió en el acto. Apenas pude esbozar una sonrisa, mis fuerzas no me permitían otra cosa.

En ese momento pensé volver a luchar contra alguno de los que no había podido derrotar, pero mi espíritu no daba para más, lo había llevado hasta el extremo. Ni siquiera tenía fuerzas para caminar. No pude seguir con eso, juro que quería hacer algo, intentar aunque sea. Pero mis fuerzas ya estaban agotadas. Así que me levanté y entregué el examen. Fue un cinco, ¡aprobé!, análisis matemático es más difícil de lo que pensaba, pero la sensación de aprobarlo es inefable.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy bueno el cuentito! Este se suma para el librito! jaja.

Bren dijo...

Muy lindo el cuento, inesperado el final, pense que venia mas por el lado de los miedos e iba a terminar con alguna reflexion.
El libro de Benedetti en el que aparece el cuento " El otro yo" se llama "la muerte y otras sorpresas". Trae algunos cuentos cortos muy buenos que hablan de cosas cotidianas y como siempre te deja pensando.
Besos....

descalza camina dijo...

Cuando tenga hijos, les voy a leer esto para levantarles el ánimo antes de que rindan una materia.. jaja!

Beso!

(cyan)