sábado, 29 de agosto de 2009

Textual.

"Quiero una carpeta como esta
pero tamaño oficio, no sé si existen,
pero la quiero igual."
Un cliente en la librería.

domingo, 23 de agosto de 2009

Papá...

Más de una vez me puse a pensar en por qué el mundo está como está. En ese vaivén de pensamientos, intenté imaginarme una sociedad en la que todos tengamos un buen padre, con todo lo que eso implica, por supuesto. Un padre que sea capaz de inculcarnos los valores que necesitamos, los principios, que nos enseñe, que nos guíe, que sea capaz también de dejarnos solos a veces, que sea capaz de ver como nos caemos (todos tenemos que golpearnos por nosotros mismos). Un padre que nos cuente su vida, su historia, que nos cuente sus orígenes, que son también los nuestros. Un padre que nos enorgullezca, que sea digno de ser tomado como ejemplo. Que tengamos un padre al que nos guste parecernos, que intentemos parecernos a él.

Me fue inevitable pensar en cómo sería la sociedad si todos tuviéramos un padre como el que yo tuve. Si todos los chicos, cuando le dicen que se parecen a su padre, sonrieran con orgullo, como yo sonrío, cuando me dicen que me parezco a él.

Estoy seguro de todo eso porque sé que soy lo que soy por el padre que tengo, y es por eso también, que aún hoy, con mis largas piernas y mi floreciente barba me siento en la parrilla trasera de su bicicleta, me agarro fuerte de su cintura, y le digo en voz baja, que vayamos muy fuerte y que pasemos muchos, mucho autos.

jueves, 20 de agosto de 2009

Siete eran las bestias

El momento había llegado, de una vez por todas me encontraba frente a aquellos monstruos que tantas veces soñé enfrentar. De forma repentina aparecieron en mi camino. Eran siete en total, se mostraban imponentes, temerosos, ostentaban sus mejores y más poderosas armas sin ningún pudor. Tuve miedo, pero sabía que ya era tarde para volver atrás, había hecho un gran esfuerzo para ese momento. La preparación no había sido poca, pero jamás suficiente, frente a semejantes fieras ninguna destreza aseguraba nada.

Parados en fila estaban esperándome, inexpresivos frente a mi avance. Mi mano derecha desenvainó la espada ni bien los ví, la izquierda sostenía el escudo que comenzaba a cubrir mi cuerpo. Me detuve a cierta distancia, los miré a los ojos. Se los notaba confiados, sabido era que tenían todas las de ganar. Juraron lealtad: sólo atacarían de a uno, y me dejarían abandonar cada batalla cuando yo desee.

Cerré mis ojos, tomé una bocanada de aire, e inmediatamente comencé a caminar con paso acelerado hacia uno de ellos. Quise empezar con alguno débil. Ni bien supo que era él con quién yo quería pelear, abandonó su posición y me enfrentó. Yo aún estaba tenso, la conmoción limitaba mis movimientos. Había elegido bien, casi sin dificultades pude derrotarlo. En su apresurado paso olvidó cubrir su costado derecho, y ahí penetró mi espada. Quedó tendido en el piso, y ví como se enfurecieron sus compañeros. Lejos de esto aumentar mi miedo, sus miradas me llenaron de valor. Ya estaba en la lucha, ya era tarde para cualquier otra cosa, era la victoria o la muerte. Di media vuelta y quedé en frente a ellos, señalé con mi espada ensangrentada al siguiente. Eran hermanos, pertenecían al mismo grupo. Era quizás el que menos me asustó en un comienzo, quizá su físico al no ser tan ostentoso como el de sus compañeros no generaba tanto miedo. Confiado lo enfrenté, pero me derrotó inmediatamente, su destreza, la rapidez de sus movimientos, su extrema precisión fueron demasiado para mí. Quedé herido, debo confesarles que me sentí humillado. Un río de sangre corría por mi brazo izquierdo, y mi pierna derecha casi no podía sostenerme.

Era el momento de tomar una decisión, o abandonaba y me dejaba matar por él, o sacaba fuerzas y enfrentaba a los otros. Elegí la segunda, convencido corrí inmediatamente hacia la próxima bestia, en mi arduo entrenamiento había luchado contra éste tipo de seres. En un movimiento certero penetré con mi espada sobre su pecho. Murió en el acto, ni siquiera pudo darme batalla, pero sabía que no había tiempo para distracciones. Señalando el cuerpo de la bestia que estaba tirado en el piso, llamé al próximo. Confiaba en que mi anterior victoria intimidaría a mi enemigo, y así fue. Se acercó dubitativo, todavía preguntándose cómo yo había podido generar tanto desastre en las batallas anteriores. Me aproveché de su miedo, y sin dejar pasar más tiempo, empecé yo también a acercarme a él. Mis pasos eran seguros, con fuerza agarré la lanza que llevaba en mi espalda, le apunté sin dejar de caminar y con un tiro preciso me olvidé de él. Mi espíritu estaba alborotado, ya no recordaba las secuelas de las batallas anteriores, y estaba dispuesto a arrasar en las próximas batallas.

Señalé al quinto para que se acerque a pelear. Ni bien dio el primer paso supe de sus capacidades. Tenía armas que jamás había visto, no sabía como atacarlo, y lo que es aún peor es que tampoco sabía como defenderme. Y así fueron las cosas, en tres movimientos estuvo a punto de darme la muerte. Pude salvarme, abandoné esa batalla, mis energías estaban disminuidas, y cada vez sería más difícil luchar contra semejante bestia, sobre todo si se tenía en cuenta que él no había mostrado ninguna señal de cansancio. El sexto parecía accesible, a pesar de mi estado calamitoso estaba confiado en las pocas capacidades de mi enemigo, luché, creí haberle ganado, pero fue el quién me apabulló. Tenía un arma oculta, imposible de ver, pero dolorosa, que me atravesó de punta a punta. En ese momento ya no daba para más, sólo quería dejar todo e irme, huir, abandonar, pero algo en mi interior me obligó a que me quede. Arrastrando mi espada por el suelo, me acerqué hacía la última de las bestias. Mis piernas temblaban como jamás las había sentido temblar, mi corazón se aceleraba, la vista se me nubló, ya no sabía a dónde iba. Las heridas de mi cuerpo cada vez sangraban más, se hizo insoportable, no estaba en condiciones de seguir caminando. Casi sin pensarlo arrojé la espada con esas fuerzas que ni uno sabe de dónde salen, el disparo salió bien dirigido, y penetró el corazón de la última bestia. Murió en el acto. Apenas pude esbozar una sonrisa, mis fuerzas no me permitían otra cosa.

En ese momento pensé volver a luchar contra alguno de los que no había podido derrotar, pero mi espíritu no daba para más, lo había llevado hasta el extremo. Ni siquiera tenía fuerzas para caminar. No pude seguir con eso, juro que quería hacer algo, intentar aunque sea. Pero mis fuerzas ya estaban agotadas. Así que me levanté y entregué el examen. Fue un cinco, ¡aprobé!, análisis matemático es más difícil de lo que pensaba, pero la sensación de aprobarlo es inefable.

domingo, 16 de agosto de 2009

Carta de Hugo Chavez al Rey de España.

Señor rey Juan Carlos de Borbón:

Quiero recordarle, señor rey de España, que aquí en estas tierras llamadas las Indias Occidentales por los primeros invasores, hubo hace poco una espantosa, cruel y fierísima guerra contra ustedes y precisamente para desconocer su corona, su voz, su mandato. Fue una guerra reciente y aún estamos pagando sus horribles consecuencias. De modo que no pensábamos más, en estas tierras, tener que darle cuentas a usted de nada de lo que hacemos en estas regiones. No tenemos aquí reyes en América, y nuestro Libertador Simón Bolívar despreció en todo momento ese título, además de desconceptuar y echar al desprecio a quienes quisieron convertirlo en monarca.

Somos libres, republicanos y socialistas, señor rey, y el único soberano entre nosotros es el pueblo. En verdad que hemos venido luchando desde hace siglos para no tener nunca más entre nosotros una voz despótica y agresiva como la que usted usó en la última Cumbre Iberoamericana, en Chile. Usted, además de no ser verdaderamente miembro de esta comunidad, por no ser elegido por pueblo alguno, debe también recordar que aquí ya no existen vasallos suyos. Yo, señor rey, provengo de aquellos que indios y negros que sufrieron los destrozos de los demonios voraces que aquí enviaban sus ascendientes. Y aún viven en mí, sus ayes, sus dolores, sus temblores de ira y el deseo de vengar tantas atroces matanzas y afrentas. Usted, señor rey debe recordar esto en cada instante, a aquellos demonios a los que se les abrió un apetito de muerte sin límite ni medida, y acabaron con nuestros indígenas y llenaron de pestes, odios, maldades y esclavitud por más de 300 años estas tierras. Señor, ¡qué categoría de fieras aquéllas!, ¡qué joyas de tan elevados pedigrí!, que en pocos años había suficiente crímenes y desastres entre nosotros como para dejar pálidos a cuantos cometieron juntos Atila, Caligula, Nerón, Hitler o Franco.

No tenía usted por qué estar allí, entre nosotros en esa Cumbre, quienes sufrimos el holocausto de las monstruosas acciones de sus tatarabuelos. Entienda señor rey que nada aportaron ustedes a la causa humanitaria de nuestros pueblos. Nos dejaron durante siglos sin educación, sin justicia, sin instituciones, sin disciplina, sin sentido de hermandad ni valores humanos de ningún tipo. Lo que quedó aquí fue un grito horrible que usted ha revivido en Chile y que nos llega hasta más allá de los tuétanos: “¡A callar, a callar, a callar!”

¡Ay, rey, que poco sabes del dolor que hay en nosotros! Un dolor que cubre todo el tiempo de la humanidad. Señor rey, usted se ha expresado como lo que es y han sido todos tus parientes. Sólo le voy a poner aquí, digno monarca de sus antepasados, unas palabras de Bolívar para que las enmarques y las lea todos los días, y para que también se las envíe a su querido José María Aznar: “Un continente separado de la España por mares inmensos, más poblado y más rico que ella, sometido tres siglos a una dependencia degradante y tiránica… Tres siglos gimió la América bajo esta tiranía, la más dura que ha afligido a la especie humana… El español feroz, vomitado sobre las costas de Colombia, para convertir la porción más bella de la naturaleza en un vasto y odioso imperio de crueldad y rapiña… Señaló su entrada en este el Nuevo Mundo con la muerte y la desolación: hizo desaparecer de la tierra su casta primitiva; y cuando su saña rabiosa no halló más seres que destruir, se volvió contra los propios hijos que tenía en el suelo que había usurpado.”

Un hombre, señor rey, que escriba así, es porque lleva sangre india y negra en sus venas.

El indio Bolívar, en negro Bolívar, el mulato Bolívar, ese es el que cada venezolano lleva hoy en su sangre, en sus nervios, en su corazón.

Larga paciencia hemos aguardado esperando este momento de hoy en el que somos libres, y gracias a Dios no tenemos que entregarle cuenta a ningún soberano extranjero, y España nos importa menos que un comino. Allá ustedes que siguen sometidos a vírgenes de siete puñales, a los toros, al fútbol, a los cantantes espantosamente sifrinos y a los cotilleos de las revistas del corazón. Que les aproveche, pero aquí nunca nadie jamás callará, señor rey.

Ya debe saber, pues, señor rey, por qué no me callo ni nadie podrá callarnos, que hemos venido a decir nuestras verdades que son las mismas que Bolívar proclamara hace unos ciento noventa años. Que esa misma imprecación suya fue la que se impuso el día del golpe del 2002, cuando todos los medios poderosos (que también son suyos) que le aman y le veneran con pasión pesetera, pretendieron acallar la voz del pueblo. Ya aquí no hay Cristo que nos pueda hacer callar.

Aquí, señor rey, a lo único que veneramos es la libertad del pueblo. No obedecemos a aristocracia alguna sino al talento creador, al amor y a la igualdad. Si no se excusa ni pide perdón a la ofensa hecha a la majestad de lo que el pueblo en tres elecciones ha ratificado, habrá usted sencillamente hecho honor a la soberbia que tanto caracteriza a los monarcas que cada cincuenta años sumergen a España en horribles guerras fraticidas. Ya hemos dicho en este caso lo que teníamos que decir.



Sin otro particular,



Hugo Chávez Frías

Presidente de la República Bolivariana de Venezuela